Por Maricarmen García Ibáñez
¡Ay! ¡Mis hijos!
¿Qué harías si a la medianoche oyeras claramente el conocido lamento del espectro más famoso de México? La Llorona.
Fue exactamente eso lo que me ocurrió hace ya algunos años, estimados lectores. Si no mal recuerdo, una noche del año 2006, algunos minutos antes de las doce, la inconfundible sensación de querer usar el baño con urgencia me obligó a interrumpir el sueño y me sacó de la cama a empujones. Justo durante el privado y placentero momento de dar rienda suelta al llamado de la naturaleza, mis oídos escucharon algo a lo que no daban crédito: el desgarrador lamento de La Llorona. Para nada podría haberlo confundido con la voz de alguien de este mundo. Aquel era un grito de ultratumba, cargado de un dolor que llevaba siglos sin hallar consuelo. Todavía podía oír el chorrito de pipí, cayendo en el agua debajo de mí, al tiempo que la mujer profería claramente las siguientes palabras: “¡Ay! ¡Mis hijos!”. Me invadió la desesperante necesidad de negarme a mí misma lo que estaba ocurriendo por tratarse de un hecho que simplemente no podía pasar: no estaba permitido, porque La Llorona no es más que una leyenda, pero mis oídos y el terror que me invadió el cuerpo y me puso todos los pelos de punta opinaban otra cosa. No me quedó más opción que aceptarlo, aunque, como dijo King en su libro Los ciclos del hombre lobo, no hubiera ninguna razón especial que justificara su llegada:
“No había ninguna razón especial que justificara su llegada precisamente en esos momentos, como no la habría tampoco para la llegada del cáncer o de un psicópata que llevara en la mente la idea del asesinato o de un tornado mortal. Simplemente había sonado su hora, la hora del hombre lobo”.
En mi caso, sonó la hora de La Llorona. No pude más que tratar de evocar lo que alguna vez había leído sobre ella para protegerme un poco. “Mientras más lejos se oye, más cerca está”, recordé. Eso me calmó, ya que la había oído dentro de la regadera. Entonces, está lejos, del otro lado del parque, pensé. De cualquier forma me santigüé y le metí velocidad al asunto. ¿Que si me fui sin lavarme las manos debido a las prisas? Desde luego que no, estimados lectores. Lavarse las manos antes y después de ir al baño es un ritual de limpieza que no puede ser interrumpido ni por la llegada de Satanás mismo.
La leyenda
Existen muchas versiones de la historia de La Llorona, pero hay detalles en que todas coinciden. Siempre se trata de una hermosa mujer mestiza que es seducida por un apuesto español en la época de la colonia. Ella, confiada del amor que el caballero le demuestra, le da dos hijos, pero él nunca cumple su promesa de matrimonio. Un día la joven descubre que su príncipe azul tiene planeado abandonarla para casarse con una dama española que socialmente está muy por encima de ella. Entonces la joven, cegada por los celos, el odio y sus deseos de venganza, ahoga a sus hijos en un río cercano. Cuando cae en cuenta de lo que ha hecho, trata de rescatarlos, pero la fuerza de las aguas del río también la aniquila a ella. Es por ese detalle del asesinato en el río que algunas versiones de la historia aseguran que La Llorona solo se aparece en lugares donde hay agua. Sin embargo, en los versos del poeta mexicano Juan de Dios Peza dice que la mujer, Luisa, acuchilló a los hijos del español, Don Nuño de Montesclaros, y fue condenada a morir en la horca por su crimen.
“Camina y llega a la casa,
se acerca al antiguo armario,
abre un cajón y en él busca
y halla un puñal que olvidado
dejó allí Nuño una noche;
lo empuña, cruza un relámpago
espantoso por sus ojos;
corre al lecho en que soñando
están sus hijos, y, loca,
arranca con fiera mano
la vida a los tres, y corre,
cubierto de sangre el manto,
por la ciudad silenciosa
hondos aullidos lanzando.
Presurosa va la gente
a ver el triste espectáculo
que le ofrece la justicia,
que a garrote ha condenado
a una mujer que dio muerte
a sus tres hijos, y el caso,
como es natural, produjo
en el pueblo gran escándalo.
Desde que lució la aurora
la plazuela en que el cadalso
se levantó, estaba llena
de gente del populacho,
que allí aguardaba el instante
de ver consumarse el acto;
ni recogida ni triste
sino bulliciosa, y dando
pruebas de que no le impone
temor suplicio tan bárbaro.
Ya comienza a impacientarse
la muchedumbre, que en mayo
los rayos del sol abrasan
y están las doce sonando;
y no obstante, nadie piensa
en retirarse, que hay un ánimo
de contemplar como espira
un tigre con rostro humano.
Es en las madres más vivo
aquel empeño y más franco
su enojo contra la madre
indigna del dulce encargo.
Por fin de una campanilla
se oye el sonido cercano;
la gente se arremolina,
y en medio de ella cruzando
pasa el lúgubre cortejo
que lleva a Luisa al cadalso.
Los cabellos en desorden,
el rostro desencajado
y sobre el desnudo pecho
reliquias y escapularios,
camina penosamente
llevada por dos hermanos
de una santa cofradía,
auxiliar de ajusticiados.
De aquella mujer hermosa
que fue de don Nuño encanto,
no se miran en el rostro
ni los más ligeros rasgos.
Llega hasta el horrible sitio
siempre con los ojos bajos,
oyendo a los sacerdotes
que van por ella rezando;
pero al subir al patíbulo
alza la faz con espanto
y reconoce su casa
y se yergue, y de sus labios
brota un terrible alarido
que a todos infunde pasmo:
con un temblor convulsivo
levanta al cielo las manos
y se desploma enseguida
como cuerpo inanimado”.
La Llorona
Juan de Dios Peza
Fragmentos
Cabe mencionar que en el año 1960 se grabó una película mexicana basada en la versión que narran los versos de Juan de Dios Peza, en la cual actúan María Elena Marqués (La LLorona), Eduardo Fajardo (don Nuño de Montesclaros), Carlos López Moctezuma y Mauricio Garcés, quien a diferencia de lo que hemos visto en el resto de su filmografía, en esta historia no desempeña el papel de galán incasable.
Las apariciones
A partir de la muerte de la joven mestiza, ya sea en las aguas o en el patíbulo, cada noche, a las doce en punto se escuchaba el terrible lamento que espetó segundos antes de entregar el alma. Los pobladores más valientes, o tal vez los más curiosos, salían de sus casas para averiguar quién gritaba ¡Ay, mis hijos! Dicen que algunos murieron de la impresión, otros se volvieron locos, pero unos cuantos alcanzaron a contar que quien gemía era una dama de camisón blanco y con el rostro cubierto por su largo cabello. También dicen que no camina porque no tiene pies; solo se desliza por las calles sobre la terminación vaporosa de su vestimenta.
Cuentan que La Llorona no siempre se aparece con un camisón holgado, que a veces se deja ver —especialmente por los caballeros— con hermosa ropa entallada que la hace lucir muy atractiva, pero cuando algún galán se acerca para conocerla, se lleva la tremenda sorpresa de que bajo la linda cabellera de la joven se escondía el rostro de un caballo.
En aquella ocasión, a la hora de La Llorona, me vi obligada a regresar a mi habitación entre la oscuridad y la penumbra de la noche. Me arrebujé con las cobijas y recé mientras recordaba otro detalle: La Llorona es un espectro inofensivo que fue castigado por su crimen. Por lo tanto, es posible ahuyentarla con rezos, así que recé y recé para que se fuera.
Tronidos, pisadas, zumbidos, suspiros y todo tipo de ruidos extraños fueron música de fondo hasta el amanecer.
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Humberto Capetillo Ayala (miércoles, 20 noviembre 2024 18:39)
Está chido